“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

El mundo de Marcelo Guerrieri

La búsqueda de lo humano entre la razón y el misterio

Para INSOMNIA, Nº 181, enero de 2013

Marcelo Guerrieri (Lomas de Zamora, 1973) coordina talleres literarios en centros culturales del ámbito público y privado de la ciudad de Buenos Aires, tarea que desempeñó entre 2005-08 en Uppsala (Suecia) y Barcelona (España). Su libro Árboles de tronco rojo obtuvo el subsidio de fomento a la producción literaria del Fondo Metropolitano de la Cultura, las Artes y las Ciencias, y apareció por Muerde Muertos en octubre de 2012. En 2006 publicó Detective bonaerense, blognovela por la que concurrió a una mesa redonda sobre literatura digital en la 34° Feria del Libro de Buenos Aires. Su relato “El ciclista serial” obtuvo el premio Narrativa Sudaca Border 2004, seleccionado por Ricardo Piglia y publicado por la editorial Eloísa Cartonera, y en 2012 quedó finalista en el Premio Nueva Novela de Página/12.

Y PRIMERO FUE EL TALLER DE LAISECA

Guerrieri se formó en el taller literario con Alberto Laiseca, y participó becado en diversas clínicas en el Centro Cultural Ricardo Rojas (Universidad de Buenos Aires): en 2003, Pablo de Santis lo eligió para un taller junto a otros cuatro escritores jóvenes; en 2008, obtuvo el Premio Nuevos Narradores, seleccionado por Martín Kohan y Juan José Becerra; y en 2010, fue invitado a la Escuela de Escritores del Rojas, que incluyó el trabajo intensivo con María Sonia Cristoff y Carolina Sborovsky; un laboratorio de narrativa “La imaginación de lo común”, dictado por Diego Incardona, y una serie de seminarios a cargo de Federico Jeanmaire, Fernando Fagnani, Diego Bentivegna, Daniel Link y Josefina Ludmer.
—¿Recordás cuándo pensaste en ser escritor?
—Es una decisión que se fue dando sola, no a partir de un momento concreto, sino a partir del ejercicio sostenido de la escritura a lo largo del tiempo. Un hecho que podría marcar como decisivo fue cuando empecé a asistir al taller de Alberto Laiseca, por el 2002. Quería ver de qué manera mejorar lo que venía escribiendo, pero no tenía idea de que iba a durar tanto con la escritura ni de que iba a convertirme en escritor.
—¿Qué autores reconocés entre tus influencias? ¿Qué libros en particular? ¿En qué sentido te han marcado?
Cortázar, Arlt, Conti, Soriano, Quiroga, Felisberto Hernández, Carver, Cheever, Rulfo, Flannery O’ Connor, Hemingway, Salinger... Cortázar me marcó en mis comienzos: sobre todo Final del juego, Bestiario y Las armas secretas, por el extrañamiento de la realidad, la dislocación de la mirada. De Arlt: Los siete locos, Los lanzallamas y varios de sus cuentos, por la potencia de su escritura directa, el sacudón de esos mundos internos desgarrados y complejos. De Rulfo: El llano en llamas y Pedro Páramo; me hipnotiza la prosa de Rulfo, la construcción de atmósferas, el collage de discursos. Cuentos de Carver, Hemingway, Salinger y Cheever, por el trabajo con la elipsis del mundo interno de los personajes, eso de rastrear lo que pasa a partir de señales, el laburo minucioso con el mostrar. Cuentos de Flannery O’ Connor, por la sensación de estar ahí, presente en cada historia. Sudeste, Mascaró y varios cuentos de Conti, por la música de su prosa, eso de detenerse para describir un espacio cotidiano y cargarlo de poesía. Triste solitario y final, Una sombra ya pronto serás y Cuentos de los años felices, de Soriano, por la forma en que entro en su juego y disfruto de los mundos que propone, la empatía que me generan sus personajes. Los cuentos de Horacio Quiroga, por la tensión, los efectos potentes, sus historias son como piezas de colección que vuelvo a admirar y están siempre vivas. Cuentos de Felisberto Hernández por la originalidad y extravagancia de los ambientes y los personajes.

EL CÓDIGO GUERRIERI

Muchos de los cuentos de Guerrieri han aparecido en antologías y revistas literarias. Entre ellos: “El Cacique” (12 rounds. Cuentos de box, Editorial Lea, 2012), “El traje de terciopelo” (Casquivana, Nº 4, 2012), “Vos sos Pin” (Timbre 2. Veladas gallardas, Pulpa, 2010), “Cada tanto Normita” (La Quetrófila, Nº 3, 2008) y “La inundación” (Primera Edición, Editorial Libros del Rojas, 2008). Escribió reseñas y entrevistas para Culturamas y Los Asesinos Tímidos, estudia Antropología en la Universidad de Buenos Aires y es asiduo lector en ciclos literarios de la ciudad de Buenos Aires (La Noche de las Librerías, Carne Argentina, Alejandría, Outsider, Corrincho).
—¿Cuáles son los mejores cuentos que leíste en tu vida? ¿Por qué?
—“Hoy temprano”, de Pedro Mairal: el manejo de la condensación, la forma impecable en que genera la sensación de unidad en un viaje fraccionado en el tiempo y continuo en el espacio, a lo largo de más de veinte años de historia del personaje, que es también la historia del país desde la dictadura hasta el fin de los 90; un cuento emblemático de toda una época. “Las fieras”, de Roberto Arlt: un cuento perturbador por lo inquietante de los personajes, monstruos creíbles llenos de maldad y contradictorios. “Como un león”, de Haroldo Conti: la manera en que mantiene la tensión a partir de un clima, la primera persona literaria que no se vuelve caricatura del personaje ni instrumento del autor, me gusta mucho la música que hay en el texto. “A la deriva”, de Horacio Quiroga: la tensión de principio a fin, la pulsión vital de ese personaje que se resiste a morir y la manera en que esa lucha se muestra en detalles y acciones; el final es impecable. “Igual que los perros”, de Dylan Thomas: ese clima de confesión entre los tres personajes abajo de un puente contándose historias, la manera en que todo el entorno cobra vida en los detalles de los sonidos, las luces y sombras. “El nadador”, de John Cheever: la originalidad de la historia, la mirada del personaje que se nos va revelando cada vez más extrañada. “Catedral”, de Raymond Carver: me gusta cómo va trabajando el desencuentro entre los personajes y por contraste el efecto que produce el encuentro final. “Jacob y el otro” de Onetti: la épica de la lucha contra el deterioro físico, la tensión que se va construyendo entre Orsini y Jacob, la forma narrativa a partir del mosaico de varias miradas y del quiebre con la linealidad. “Gómez Palacio”, de Roberto Bolaño: el clima denso, desértico, que por un momento se libera en la imagen de un espacio cotidiano que los personajes viven como sagrado. “Luvina”, de Juan Rulfo: me hipnotiza la construcción del clima agobiante, la insistencia a partir de pequeños fragmentos de anécdotas que van sumando a ese clima general. “La noche boca arriba”, de Cortázar: el efecto de cambio de punto de vista, de descentramiento y cuestionamiento de la realidad. “En el bosque”, de Ryunosuke Akutagawa: por el trabajo con la intriga, la duda, la diversidad de miradas. “Petróleo”, de Osvaldo Soriano: me emociona mucho la anécdota; también me parece genial la relación que se sugiere entre la figura de ese padre con el trasfondo político. “Amor”, de Clarice Lispector: la forma en que el desgarro interno del personaje invade la manera de contar, como mirar a través de un vidrio que lo deforma todo. “Nadie encendía las lámparas”, de Felisberto Hernández: la construcción de un clima extraño, cargado de detalles que impactan; el final reposado, que abre y sugiere.
—¿Otras disciplinas, como el cine o la música, están presentes en tus relatos?
—En general soy muy visual: trato de construir imágenes claras donde el lector pueda anclar en detalles visibles. En algunos de mis textos, la influencia de lo cinematográfico está presente como recurso narrativo. Hay textos en los que apuesto a que lo que sienten o piensan los personajes se exprese sólo a partir de acciones, descripciones, en el habla. Una novela que escribí es casi la versión literaria de un guión. También, cuando la historia lo pide, me gusta incluir fragmentos de escenas y letras de canciones. Me interesa también la dimensión musical de la prosa: trabajar con ritmos, aceleraciones, tensiones... Soy de leerme mis textos en voz alta y corregirlos a partir de cómo suenan.

LA FILOSOFÍA LAI-ZEN

—¿Son importantes los talleres literarios en la formación de un escritor?
—Depende de cada escritor. En mi caso, me sirvió mucho para ir construyendo mi propia manera de encarar el oficio: fui tomando cosas de cada uno de los maestros con los que participé de talleres y clínicas de obra: Alberto Laiseca, María Delia Matute, Pablo De Santis, Martín Kohan, Juán José Becerra, Juan Diego Incardona y María Sonia Cristoff. A partir de los talleres me relacioné con gente que estaba en la misma búsqueda que yo. Soy parte de un grupo de escritores que nos juntamos constantemente a leernos, leer en público, algunos de los cuales se han transformado en amigos; esta dimensión social del oficio tuvo como punto de partida los talleres en los que participé.
—¿Recordás alguna enseñanza que te marcó para siempre?
—La aproximación, por llamarlo de alguna manera “zen” de Laiseca, el primer taller al que asistí; eso de ser una especie de paredón que te devuelve la pelota. Una de las cosas que yo esperaba, desde mi absoluta inocencia en cuanto al oficio, era que me explicaran cómo se hacía para escribir buenos cuentos a partir de las ideas que me explotaban en la cabeza. Algo así como “con esta historia, hacé esto y aquello, y ya está”. Laiseca me proponía escribir un cuento cada semana, con ninguna o muy poca devolución. En ese momento me sirvió mucho aquello, me habilitó a explorar, en un marco de seguridad, las reglas de mi escritura. Esta filosofía marcó un camino en mí que sigue al día de hoy.
—Dictás talleres en distintos puntos de la ciudad de Buenos Aires. ¿Qué pensás de la frase “el maestro también aprende de sus alumnos”?
—Muchas veces lo que me nutre es ver apuestas originales, que pueden o no estar desarrolladas lo suficiente, pero que están presentes y tienen brillo propio. Ese núcleo narrativo potente que surge sin ser demasiado pensado.

LO MÁGICO EN LO COTIDIANO
 
—¿Qué problemáticas aparecen con recurrencia en tus historias?
—La búsqueda del encuentro entre las personas, la reacción ante la soledad, la búsqueda de amor y afecto, las reacciones ante situaciones desesperadas, la desnaturalización de lo aceptado como normal, la relación entre lo racional y lo que no tiene explicación, la búsqueda de lo mágico en lo cotidiano, la ideología inscripta en acciones en el día a día, lo complejo y contradictorio de los vínculos humanos, la diversidad de miradas, las emociones...
—¿Cómo nacen tus relatos? ¿Podés dar algún ejemplo?
—Es muy variado. Hay veces que es una frase; por ejemplo, en “Cada tanto Normita”: “El auto azul avanza. Gira en redondo y vuelve a su lugar”. Esa frase se me vino de la nada, me atrapó, después me puse a escribir tratando de sostener el clima que me generó. Otras veces arranco desde la motivación o necesidad de tratar un tema: en el cuento “Árboles de tronco rojo”, por ejemplo, tenía necesidad de trabajar sobre la incomunicación. Elegí entonces un escenario donde esto se notara más. En lugar de contar la historia en un espacio cotidiano donde los personajes podrían pilotearla, los llevé a estar solos en una cabaña, de vacaciones; ahí, donde no está presente la excusa de la rutina, cada detalle de incomunicación cobra una dimensión mayor. Otras veces es a partir de una imagen; por ejemplo en “El zumbido”, el disparador fue una foto que vi en un libro de cine, de un personaje interpretado por Geraldine Chaplin, en la película Nashville. La imagen de ese personaje me disparó una historia, pero que transcurre acá, en el escenario de las asambleas de la época de la crisis del 2001. Trabajo mucho con la idea de collage: puedo tomar como escenario un lugar en el que estuve, lo mezclo con un personaje inventado pero que tiene la voz de alguien que conozco, una emoción que necesito canalizar se la enchufo a un personaje de ficción o construyo en un texto un clima que estoy con ganas de experimentar, cosas que me pasaron las recorto y las meto en escenas inventadas... Nunca me siento a escribir sabiendo de principio a fin lo que va a pasar. Me gusta sorprenderme de lo que va pasando. La frase popular “Hay que arrancar la carreta que los melones se acomodan solos” lo resume bastante bien. Digamos que arranco con algo y me dejo llevar por lo que va surgiendo, por las asociaciones, por las imágenes que aparecen, por el fluir de los personajes en acción. Para que esto no se me vaya de las manos, lo que necesito es tener una especie de eje, o centro, o núcleo, que condensa. Generalmente es una emoción, un clima. Disfruto mucho, y salen las mejores cosas, cuando logro escribir en ese estado de fluir consciente. Después corrijo mucho: saco, agrego, corto y pego, tratando de que ese latido original brille más.
—¿Tenés algún ritual, alguna rutina de trabajo?
—Lo que necesito es estar con toda la pila puesta ahí, tener necesidad de contar algo. Escribo directamente en la compu, en general con el mate al lado, pongo música más bien colgada, climática, bajo las luces si es de noche.

“PEQUEÑAS FURIAS QUE, FINALMENTE, NOS ALUMBRAN”

—¿Muchos ubican tus cuentos en los márgenes de la literatura fantástica? ¿Qué pensás de esta opinión? ¿Qué relación tenés con la literatura fantástica?
—Me interesa mucho lo fantástico. Mi relación viene más por un interés vital de explorar ese territorio, no tanto por estar inscripto en la literatura fantástica como género. Uno de mis temas preferidos es la relación entre lo racional y lo irracional, lo real y lo sobrenatural... Nuestra sociedad occidental moderna tiene una relación en general de negación con lo que no puede explicar por medios racionales. Siento a la literatura fantástica como un lugar privilegiado para entrar en esta tara de nuestra sociedad y explorarla. El género fantástico creo que termina construyendo un universo más completo y real que el universo realista en el que lo sobrenatural está negado. Hablo de lo fantástico como lo sobrenatural integrado a lo real, no de las variantes de lo sobrenatural por la salida maravillosa.
—¿Cómo definirías el contendido de Árboles de tronco rojo?
—Son catorce cuentos, muy distintos entre sí. No los une el género ni la época en que los escribí, ni la temática. Sin embargo siento que hay algo que tienen en común y que hace que sea un libro con unidad. No termino de saber bien qué es eso que los une, pero siento que está. Los personajes en general están cargados de emociones intensas, con las que hacen lo que pueden, bastante perdidos; en este sentido me gusta lo que dice Hernán Ronsino en la contratapa del libro: “Pequeñas furias que, finalmente, nos alumbran”. También me pasa que en todos los cuentos de Árboles de tronco rojo en algún momento sentí que algo que pasaba con la historia o con los personajes, me conmovía, y que después de corregir los textos, eso que me conmovía originalmente, que es muy distinto en cada cuento, terminó cobrando presencia, vida propia.
—¿Estás trabajando en algún nuevo proyecto?
—En una novela donde tomo el mito del lobizón y lo pongo a jugar acá, en la ciudad de Buenos Aires, durante la crisis por la 125, en el ambiente de taxistas de la noche. Voy más o menos por la mitad de la novela.

LA UNIDAD EN LA DIVERSIDAD

—En Buenos Aires es enorme la cantidad de ciclos de lectura, de narrativa y poesía, y sos un asiduo participante. Apelando a tu formación como antropólogo, ¿entre los asistentes a esos ciclos, notás algún rasgo en común, algo que los defina como grupo?
—Desde mi formación como antropólogo, lo primero que diría es que no es necesariamente a partir de rasgos en común que se conforma un grupo. Una de las preocupaciones de la antropología es la explicación de la unidad en la diversidad, tomando lo conflictivo y las diferencias, no como anomalías, sino como características propias de los grupos humanos. Más que hablar de un grupo con rasgos en común, creo que en este caso se puede hablar de una manera de jugar el juego dentro del campo literario. Siguiendo a Bourdieu, y su teoría sobre los campos, en estos espacios, donde se encuentran actores sociales con interés en incidir de alguna manera en el campo literario, se aprenden y ejercitan esas reglas no escritas para manejarse en el campo en cuestión, a la vez que es un espacio que legitima y abre la puerta a que entren nuevos actores.
—¿Sentís que en estos espacios se está gestando gran parte de la nueva literatura argentina?
—Más que gestarse la nueva literatura, lo que siento que pasa es que allí nos encontramos personas a las que nos gusta hacer lo mismo, para compartir lo que hacemos, pasarla bien, conocernos... Esto, en mi caso, me da aire para después ir a casa y escribir, que es ahí donde en todo caso cada uno gesta su literatura, en la soledad. Disfruto mucho de estos espacios de socialización de la literatura cara a cara.

ASÍ ESCRIBE

El cuento “El traje de terciopelo” integra el libro Árboles de tronco rojo, de Marcelo Guerrieri (Muerde Muertos, 2012).

Después de la cena, recordábamos con Claudio una anécdota de la escuela primaria, cuando Sabrina —su nueva novia— propuso un juego. Dijo que tratáramos de describir el primer recuerdo del que teníamos registro.
Nunca había pensado en eso. Tampoco Claudio. Me extrañó que Laura, mi mujer —tan fanática de las regresiones y las vidas pasadas—, jamás se hubiera hecho esa pregunta.
La novia de mi amigo estaba en ventaja. Soltó su primer recuerdo mientras los demás recién empezábamos a escarbar en la memoria.
Primero habló de olores —a lavanda, a cáscara de naranja, a tierra mojada como cuando acaba de llover—, y siguió diciendo: en casa de mis viejos, en el patio, hay una sábana bordó tendida de la soga; mi abuelo me alza del piso; juntos atravesamos la sábana; si cierro los ojos, puedo sentir hasta la tela que me toca la cara, una caricia como dedos de bebé, pero también una sensación de terror total, como si del otro lado de la sábana nos esperara algo terrible: un monstruo, un dolor tremendo, un accidente; ahí termina el recuerdo; de golpe; no debo tener más de tres años porque mi abuelo murió el día de mi cuarto cumpleaños.
Hubo un silencio largo, interrumpido por Laura, que ahora decía que a ella le costaba pensar en su primer recuerdo. Aunque había una imagen que a veces le venía cuando pensaba en la casa de su infancia: es un suelo de baldosas grises con manchas negras, siento el frío en el pecho, como si me estuviera arrastrando por el piso; hay un auto de juguete de plástico rojo; muevo la mano para agarrarlo pero no llego porque algo me levanta en el aire, no sé quién es, capaz mi mamá, no sé, la sensación es que voy subiendo y tengo unas ganas tremendas de agarrar ese auto rojo que se ve cada vez más lejos en el piso; debe ser mi primer recuerdo porque mi mamá dice que ese auto se perdió en la mudanza, a mis tres años; no tengo más recuerdos de esa casa.
Yo estoy corriendo, feliz y a los gritos, dice Claudio, y de pronto es como si de la nada me pegaran golpes en los labios. Después un montón de sangre en la boca, mi vieja que me alza en brazos y un pasillo muy oscuro, un caballito de madera a un costado, después el agua en la boca y los hilitos de sangre en la pileta de loza blanca de un baño mugriento; era en un local de entretenimientos en la costa, cuando tenía cuatro años; dice mi vieja que me reventé el labio contra los mangos de un metegol.
Cuando llegó mi turno empecé a hablar sin pensarlo. Nunca había tenido registro de ese recuerdo que ahora contaba con lujo de detalles: una botella de vidrio verde, un traje de terciopelo en el respaldo de la silla, un reloj cucú marca la hora, el pajarito se calla de pronto, dos manos golpean sobre una mesa de madera, hay un líquido desparramado sobre la mesa, las manos no son mis manos, son manos de hombre grande, las palmas golpean, cierro los ojos, cuando los abro toda la pieza está roja, como si viera todo a través de un vidrio: el reloj, las manos sobre la mesa, todo igual que antes pero en un rojo apagado, casi marrón.
Cuando terminé de hablar sentí como si me hubiera sacado de encima un peso enorme. Sonreía sin motivo y festejaba todos los comentarios como si fueran geniales.
Después del postre —Claudio y mi mujer charlaban en el living—, nos cruzamos con Sabrina en el pasillo. Me miró fijamente, callada. De pronto se me vino encima y me abrazó.
La aparté, más que nada por la sorpresa, pero enseguida nos besamos. Sentí una puntada en la lengua y apenas pude aguantar el grito. Me pasé el revés de la mano por la boca. Sangraba. Es lo último que recuerdo en casa de Claudio.
Lo siguiente me viene en flashes. Estamos los cuatro en una disco. Las luces me pegan como fogonazos. No me molestan. Me empujan a seguir bailando. Sabrina, ensimismada en su propio baile, agita los brazos. Yo bailo frente a mi esposa que tiene la mirada fija en el piso. Claudio hace piruetas; la corbata amarilla rebotando contra la camisa negra. Cruzo la pista abriéndome paso entre la gente —un gordo con esmoquin, dos gemelas platinadas, un petiso de lentes oscuros y peinado afro—; llego a un pasillo con alfombra: la música se oye lejos, apagada, como abajo del agua; avanzo por el pasillo angosto, las paredes son de piedra esculpida: hay rectángulos, después rombos, después serpientes trenzadas en círculos. Al final del pasillo se abre la puerta del baño y sale Sabrina, arreglándose el pelo. Pasa a mi costado. Entro al baño. La luz no funciona. Orino en la oscuridad, adivinando el lugar del inodoro. En una esquina del piso, una luz roja se prende y se apaga. Después estamos en el auto de Claudio. Laura se acurruca sobre mi hombro. Sabrina llora en el asiento del copiloto, doblada sobre las rodillas. Claudio maneja y silba. Después estamos en un parque, echados boca arriba, los faroles iluminan las gotas de rocío sobre el pasto, parecen piedritas de vidrio que titilan, siento manos que me acarician el pelo, cierro los ojos, Sabrina y Laura trenzadas sobre el cielo verde, a los arañazos, después estoy de pie, Claudio a mi costado, me apoya una mano en el hombro. Después estamos con Laura, sentados sobre las baldosas del puerto, al costado del río; me pasa una mano por la frente apartando un mechón de pelo: el agua brilla alrededor de Sabrina, la tela blanca de su pollera y el pelo largo ondulando sobre el agua. Claudio nada hacia ella, la corbata amarilla flotando detrás de la nuca. Mi mujer me agarra de la mano. Corremos por la explanada más allá del puente y salimos a la avenida. Me paro en seco, aturdido por los focos de la calle.
Llegamos a casa. Laura me ofrece un té. Acepto y me tiro en la cama. Al instante estoy dormido. No recuerdo haber soñado.
Cuando abro los ojos ya es de día. Me duele la cabeza, la lengua y el brazo. Laura no está en su lado de la cama y no ha dormido allí porque la almohada está cubierta y la frazada extendida, sin una arruga. Sobre la cama descansa el traje de terciopelo.
No era de Laura: nunca se lo había visto, ni puesto ni en su guardarropa. La llamé desde la cama. La busqué por toda la casa. Volví a la habitación.
Parado frente a la cama, me quedé observando el traje: brillante en su color rojo, casi marrón, extravagante sin ser ridículo, con tres botones de madera.

KING: UNA CUENTA PENDIENTE

Sobre su relación con Stephen King, Guerrieri indicó: “Mi acercamiento es por el cine: El resplandor, It, Los niños del maíz... Confieso, no con orgullo, que no leí nada de él. Colegas que respeto mucho me recomendaron con ganas Mientras escribo, un libro donde King habla sobre su manera de encarar el oficio. Está dentro de mis asignaturas pendientes”.