“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

Tabárez y el Ojo de Horus

Por José María Marcos (*)

El viejo Tabárez se mudó a La Noria, y todo anduvo bien hasta que un día decidió abrir un bar donde solían concurrir chicas de otro pueblo. “Horus” decía el cartel de entrada, y en lo más alto, mandó a colocar un enorme ojo. Según explicaba a sus clientes, aquello era el emblema de la providencia, el símbolo de la vigilancia del Dios del Sol, la fuerza del antiguo Egipto. Mi tío Chiche contó esto en la panadería de Medrano ante unos seis o siete vecinos, y en poco tiempo, cualquiera repetía con lujo de detalles la historia del nombre de aquel sitio que también era visitado por hombres, incluso el cura, mi padre y el tío.
Tabárez era tuerto, y en nuestra barra bastó con que el Colorado comentara, al pasar, que aquel fastuoso ojo era un radar mágico, para que nos pusiéramos en alerta. Mi madre discutía mucho con mi padre por Tabárez. En un pueblo tan pequeño es difícil no saber lo que sucede. Lo único que se puede hacer para ocultar las cosas es no nombrarlas. Pero mi madre a veces no podía contenerse, y así fue cómo comenzó a reunirse con otras mujeres que detestaban al viejo.
Una madrugada, mi mamá llegó muy tarde y le dijo a mi padre:
—Ya está hecho —y jamás se volvió a hablar del asunto.
Al día siguiente, nos enteramos de que Horus había sufrido un incendio. Vino la policía, los bomberos, y nunca se supo cómo comenzó el siniestro. La tapa del diario habló de una inesperada tragedia. Tabárez había desaparecido, como en un hechizo.
El Ojo de Horus retornó a los meses, tirado entre la chatarra del fondo de mi casa. Estaba intacto. Con los años, mis padres murieron y ocurrieron muchas cosas en torno al grupo que detestaba a Horus.
Sólo yo llevo un registro de lo sucedido desde aquel día, y mientras nadie más lo sepa, será apenas un rumor en las venas del pueblo, un sudor frío corriendo por la espalda de los desprevenidos. He recibido esta herencia de silencio y confío en que si logramos no hablar de lo sucedido aquel ojo se cansará de La Noria. Se olvidará, sí, y algún día dejará de mirarnos injustamente, como quien mira a un culpable.