“El fondo del corazón es árido. El hombre siembra sólo aquello que puede… y lo cuida”. Stephen King, Cementerio de animales

Arte epistolar: “Muerde muertos” en Perfil

Podrían nombrarse más libros de cartas que han aparecido en los últimos años, como las de Francis Scott Fitzgerald, editadas por Beatriz Viterbo y luego incluidas en el volumen El crack up, traducido por Marcelo Cohen y prologado por Alan Pauls, y otros más. Pero a la hora de señalar los de autores argentinos, tal como dice Hernán Ronsino, se destaca la obra de Julio Cortázar, agrupada en tres tomos de cartas, “que les enviaba a sus amigos, a sus lectores. Incluso antes de que Cortázar fuera Cortázar”. También Ronsino menciona Boquitas pintadas y la forma en que Manuel Puig trabajó con el género epistolar. En este sentido, lo novedoso serían aquellas novelas que intentan estructurarse a partir de lo epistolar, como Caja negra, de Amos Oz, o como algunas que han aparecido en la escena argentina: “Este año –concluye Ronsino– salió una nueva novela de los hermanos Marcos (Carlos y José María), Muerde muertos, que está estructurada en base a cartas y resultó bastante bien. En cambio, en la novela de Alejandro López Kerés coger? el artificio del chat se impone, creo, a la encarnadura de la narración”. Epistolarios:un arte anacrónico, Perfil, 30 de diciembre de 2012.

Por Gonzalo León

Cartas cruzadas. A través del intercambio epistolar, práctica condenada a la extinción en las temporalidades digitales, es posible conocer a los autores bajo otra luz.
El género epistolar ha tenido un auge en el último tiempo con libros nuevos de cartas y revistas especializadas como En Ciernes. Epistolarias, dirigida por Hernán Ronsino, Alejandro Boverio, Sebastián Russo y Luciano Guiñazú, en cuyo número 3 escribieron, entre otros, Martín Kohan, Fernanda García Lao y Christian Ferrer. Para Ronsino, el género epistolar “nos interesaba para pensarlo como formato de una revista porque sintetizaba dos elementos que para nosotros eran muy importantes: la amistad y la discusión política. De modo que pensamos en el género epistolar, es decir, la carta, como una forma de recuperar en papel, desde una revista en papel, ese espíritu. En la revista tratamos de recuperar ese tiempo viejo de la carta. El tiempo que produce diálogos, el tiempo de los debates genuinos pero para pensar también la compleja trama de la actualidad”.
En este contexto, es útil repasar los últimos libros de cartas que se han publicado, los cuales van desde el valioso testimonio literario al desesperado recurso por vender libros aprovechando las firmas de conocidos autores.

Uno. Las cartas entre Jack Keroauc y Allen Ginsberg empiezan en 1944, cuando ambos eran muy jóvenes y conversaban de sus autores favoritos (Stendhal, Blake, Celine, Dostoievski, Dickens, Emily Dickinson), hasta esos viajes que los separarán (Ginsberg viajará a Sudamérica a principios de los 60, se quedará un tiempo y hará lo mismo en la India). Más allá de la sorpresa inicial que causa que los máximos exponentes de la Generación Beat sean lectores de escritores decimonónicos, lo que va haciendo valiosa la correspondencia entre ambos es el modo en que se van convirtiendo en escritores, es decir el testimonio en que tanto Ginsberg como Kerouac se van haciendo el Ginsberg y el Kerouac que se conocen popularmente. Por ejemplo, Ginsberg, internado en un manicomio a finales de los 40, conoce a Carl Solomon (a quien le dedicará Aullido, quizá su mayor o más popular obra), y gracias a ese crucial encuentro descubre otras lecturas, tal como lo demuestra la siguiente carta: “… y gracias a Solomon, estoy leyendo en todas las revistas minoritarias sobre los últimos franceses. Hay uno que se llama Jean Genet y es de los grandes, quizá más grande que Céline, pero por el estilo”. Por su lado, por la misma fecha, Keroauc le cuenta que ha hablado de Ginsberg con Roberto Giroux: “Es el hombre que fue a ver a Ezra Pound al manicomio, con Roberto Lowell. (Te cuento todos los detalles.) Cuando ya se iba, Pound le gritó por la ventana: ‘¿Adónde vas? ¿No estás chiflado?’. Lowell se volvió un poco loco entonces”.
Aunque una de las cosas más interesantes del volumen sin duda es la feroz crítica que en 1952 le hace Ginsberg a una de las versiones de En el camino, de Keroauc; en una de sus partes dice: “No creo que así se publique nunca, es tan personal, está tan lleno de lenguaje sexual y de referencias mitológicas nuestras que no sé si algún editor le encontraría sentido, y al decir sentido me refiero a poder entender lo que ocurre a tales y cuales personajes y dónde”. De nada sirvieron los halagos que vinieron luego al lenguaje, a los hallazgos, al ritmo, porque la respuesta del amigo fue en el mismo tono: “¿Sabrías decirme, aunque sólo fuera a modo de ejemplo… por qué, con toda esta cháchara sobre estilos económicos y la nueva moda de escribir sobre drogas y sexo, mi novela En el camino, escrita en 1951, no se publicará nunca?”. Pese al enojo, la correspondencia entre ambos se mantuvo diez años más, que es lo que registra el libro al menos; al final, cada vez se hicieron más esporádicas porque Ginsberg ya era Ginsberg y porque Kerouac moriría pronto. Sin embargo, el intercambio de ideas, propuestas artístico-literarias, historias personales es lo que le da valor y sentido al libro, ya que es mucho más que dos amigos hablando en un parque.

Dos. Aquí y ahora se llama el libro de cartas entre J.M. Coetzee y Paul Auster. Fechadas entre 2008 y 2011, fueron publicadas en una alianza entre Anagrama y Mondadori, lo que pone, a diferencia de la correspondencia entre Kerouac y Ginsberg, a dos traductores en escena, uno para cada uno. La traducción de Mondadori (Coetzee) es normal, pero la de Anagrama (Auster) hecha por Javier Calvo se encarga de estropear el ya mediocre material; porque éstas son cartas insulsas, conversaciones de bar, entre dos viejos gagás que quieren resolver los problemas del mundo, de la economía, del deporte, de la moral actual, pero que les falta mucho para eso, porque están muy preocupados recorriendo el mundo, siendo jurado del Festival de Cannes, yendo a la Feria del Libro de Chicago (una de las más grandes de Estados Unidos, o tal vez la más grande), encontrándose en Portugal; en fin, en medio de esta serie de banalidades uno se pregunta: ¿cómo hacen estos tipos… para escribir? Es un milagro que eso ocurra.
De hecho, las primeras páginas de este ¿libro? dan cuenta de lo acabados que están como para tomarlos en serio. Por ejemplo, Auster escribe: “Me gustaría haberte escrito antes, pero volví a Nueva York padeciendo un desagradable virus intestinal que me ha tenido en cama hasta esta mañana”. Coetzee, por supuesto, responde a su nivel: “¿Cómo estás? Yo todavía me estoy recuperando de la gripe que afectó al jurado en Portugal”. Recuperado ya de su virus intestinal, Auster insiste con el tema de la salud: “Me alegró saber que disfrutaste de Portugal tanto como yo, aunque lamento enterarme lo de tu gripe. (Yo pillé una bastante desagradable a principios del otoño…)”. Las cosas que escriben son tan poco interesantes, que el encuentro de Auster con Charlton Heston en tres ocasiones en una semana en tres ciudades distintas (Cannes, Chicago y Nueva York) pasa a tener el estatus de epopeya. Pero tal vez lo más decepcionante de estas cartas es que en verdad son una mezcla de cartas (las menos), correos electrónicos y faxes, lo que convierte el libro, además de prescindible, en engañoso.

Tres. Editorial Leviatán es quizá el sello argentino que más libros epistolares ha publicado. De su catálogo, se destacan las cartas de Antón Pavlovich Chejov, publicadas en 2009 con el simple título de Cartas (1902 -1904), y las de Gustave Flaubert, llamadas La pasión del arte. La gracia del primer volumen radica en que se trata, mayoritariamente, de la correspondencia que el achacoso y cuarentón Chejov le escribe a su esposa, Olga Knipper, una actriz ocho años menor que él, y las dificultades que hay entre ambos por reunirse, o mejor dicho las trabas que pone Chejov para que ello se concrete. En esta época, el autor de La dama del perrito ya estaba enfermo de tuberculosis y pasaba gran parte del tiempo en Yalta, con la esperanza de sanar. De ahí que gran parte de las cartas traten de su salud: “Aquí en Yalta no tosí con sangre ni una sola vez, mientras que en Liubimovka lo sufrí casi todos los días en el último tiempo”. Pero es con una carta a Maxim Gorki con la que arranca el libro; Chejov, que estaba pasando el verano con su esposa en la casa de campo de Stanislavski (renovador del teatro mundial y con quien Chejov participaba en el Teatro de Arte de Moscú), le pregunta a Gorki por su obra de teatro y por cómo vive en general. Sin embargo, a medida que transcurre la correspondencia los personajes vinculados a la literatura o al teatro van desapareciendo (sólo hay un telegrama de felicitación a Tolstoi por sus 75 años) y lentamente va surgiendo la figura de un viejo dependiente: “Tengo las uñas más largas, no tengo a nadie que me las pueda cortar… Se me rompió un diente… Se ha roto un botón de mi chaleco”.
Sin embargo, La pasión del arte (1993) es un libro superior, sencillamente porque el uso que Flaubert les da a las cartas no es la queja, sino que tienen una función estética. Flaubert se explaya en cartas dirigidas a su madre, a amigos, a Victor Hugo, a George Sand, de la crítica, de lo inhumanos que le parecen Miguel Angel, Shakespeare, Goethe, de lo difícil que le resulta leer cosas nuevas, de la escritura excesivamente personal de Voltaire, de lo difícil que se le está haciendo escribir Madame Bovary: “Necesito grandes esfuerzos para imaginarme los personajes y para hacerlos hablar, pues me repugnan profundamente”. Veinte años después, Flaubert estaría metido en la escritura de Bouvard y Pécuchet y frecuentaba a Turgeniev, a Zola, a Sand, cuando un joven Guy de Maupassant aparece en su correspondencia, y él lo exhorta a moderarse en interés de la literatura: “¡Hay que tener cuidado! Todo depende del fin a alcanzarse. Un hombre que ha resuelto hacerse artista no tiene ya derecho a vivir como los demás”.

Cuatro. Podrían nombrarse más libros de cartas que han aparecido en los últimos años, como las de Francis Scott Fitzgerald, editadas por Beatriz Viterbo y luego incluidas en el volumen El crack up, traducido por Marcelo Cohen y prologado por Alan Pauls, y otros más. Pero a la hora de señalar los de autores argentinos, tal como dice Hernán Ronsino, se destaca la obra de Julio Cortázar, agrupada en tres tomos de cartas, “que les enviaba a sus amigos, a sus lectores. Incluso antes de que Cortázar fuera Cortázar”. También Ronsino menciona Boquitas pintadas y la forma en que Manuel Puig trabajó con el género epistolar. En este sentido, lo novedoso serían aquellas novelas que intentan estructurarse a partir de lo epistolar, como Caja negra, de Amos Oz, o como algunas que han aparecido en la escena argentina: “Este año –concluye Ronsino– salió una nueva novela de los hermanos Marcos (Carlos y José María), Muerde muertos, que está estructurada en base a cartas y resultó bastante bien. En cambio, en la novela de Alejandro López Kerés coger? el artificio del chat se impone, creo, a la encarnadura de la narración”.